Vinieron voluntarios. Unos, buscados y requeridos; otros, llamados por los compañeros; los demás, por su propio y espontáneo deseo. Un entusiasmo inmenso los animaba y los unía; todas las voluntades iban al mismo y único fin. Las iniciativas se despertaban florecientes y la más sana alegría era el ambiente en que vivían. No había horas señaladas para el trabajo. Ni para la instrucción. Ni apenas órdenes, y las que se daban eran verbales. Todos trabajaban fervorosamente y suplían con su esfuerzo la carencia de elementos. Como no había suboficiales ni sargentos del ejército, y los cabos lo eran solamente por la "gracia de Dios", fueron los mismos Oficiales los que desempeñaron las funciones subalternas: escribían los documentos, pasaban listas y hasta echaron una mano a la confección del rancho. Al toque de diana todo el mundo en pie. ¿Comer?... Cuando había tiempo. ¿Dormir?...Si se podía. ¡Así empezaron y... así siguieron!¡ La Legión! ¡La Legión!, repetían, y como si fuese un conjuro mágico o una palabra sagrada. No había va ni dificultad ni contrariedad invencible. Si en caso excepcional alguno equivocado en la vocación daba muestras de fatiga, "se desinflaba". El mismo, al verse en aquel medio, pedía otro acomodo. Si se "arrimaba a la pared" (síntoma de cansancio), unas cuantas indirectas acerca de si le caía bien o mal el gorro, le separaban del apoyo y entraba en la animación general. Al llegar a presentarse se les decía: "Aquí se viene a sacrificarse; el sacrificio mayor es que hay que dejar la vida del mundo y vivir sólo para la Legión, que es un Cuerpo naciente. Se acabó por ahora la población. Habrá, por tanto, que estar siempre en el campo, y, por último, aquí se ha decidido no jugar a ningún juego de naipes." Se les daba luego un ejemplar del Credo legionario, unos folletos con las instrucciones particulares para el adiestramiento de la tropa y después, para terminar, un abrazo muy apretado, diciéndoles: "Buena suerte, hijo mío, y ahora mismo al campo". Ellos solos, sólo ellos lo hicieron todo; nosotros fijamos el ideal, dictamos las normas generales, dimos unos cuantos consejos y ya no tuvimos más que hacer que pasar horas felices viéndolos cómo trabajaban. El lazo que nos unió fuertemente fue el cariño que, en aumentó cada día, acabó por ser completamente paternal y filialmente correspondido. Al principio, a los que alcanzaron alguna distinción, se les premió llamándolos de tú y poco a poco todos fueron entrando entan cariñoso trato. Era la vida de familia: el Jefe, el padre; los demás, los hijos. Y así la confianza no tuvo límite y se les pudo reñir sin violencia y como respuesta recibimos los besos que nos dieron en la frente cuando fuimos al hospital, y así también nos besaron en los momentos más importantes de nuestra vida, correspondiendo a los que les dimos cuando cayeron heridos o muertos, pagando de ese modo las lágrimas que ante sus cadáveres resbalaron de nuestros ojos, salidas directamente de nuestro corazón. Nadie puede saber cuán cruento dolor es ver muerto al que horas antes estuvo contándonos cuentos en la tienda o declamando versos; al muchacho apuesto y valeroso que entró en aquel despacho lleno de entusiasmo y alegría; que luego vimos un día y otro a nuestro lado. Que en aquel combate lo estuvimos contemplando parado en el ángulo del exiguo parapeto, de pie. ¡Gallardo, imperturbable!... Cinco horas... con la muerte a su alrededor. Que otro día nos detuvo la admiración para ver ¡cómo subía al asalto!... y luego uno, fatal, lo traen muerto al campamento. ¡Oh!, mártires del deber, paladines del honor y del valor, repitamos otra vez los vivas con que fuisteis a buscar la muerte: ¡Viva España! ¡Viva el Rey! ¡Viva la Legión!
Millán Astray.